En 1889, tras obtener el título de arquitecto en Madrid, Francisco Hernández-Rubio empieza a ser demandado desde su tierra natal. El encargo estaría relacionado con la pujante industria vinatera local, en concreto, con las bodegas del Marqués de Misa, situadas en unos de los extremos del núcleo urbano, al final de calle Arcos. La firma fundada en 1844 por Manuel Misa y Bertemati, había alcanzado un considerable éxito, siendo una de las principales exportadoras de vino de Jerez en el siglo XIX. No es de extrañar que levantase un extenso complejo bodeguero. Una de las últimas incorporaciones al conjunto fue el edificio del alambique, trazado por Hernández-Rubio. El interés de su proyecto, que en su día fuera dado a conocer por Aroca Vicenti, se encuentra en la ruptura de los tradicionales esquemas que hasta entonces se había usado en la ciudad para este tipo de construcciones accesorias de las bodegas, donde se producían licores y alcohol vínico. Así, a diferencia de lo que ocurría dentro de González Byass o en el desdichado caso de Valdespino en la calle Ponce, aquí no se emplearon estructuras propias de las naves bodegueras autóctonas, sino modelos asimilables a la arquitectura industrial de otras zonas de España o Europa.
El arquitecto juega en esta obra de juventud con los volúmenes y las superficies. A la horizontalidad del muro de cierre se contrapone la verticalidad del propio edificio del alambique, con fachada inserta en el centro, y de su chimenea trasera. Pero la gran novedad será el ladrillo visto, que sustituye a las habituales piedra y cal. Un ladrillo que aporta su peculiar color pero que además es tratado con gran plasticidad articulando muro y fachadas y en combinación con discretos detalles cerámicos que logran romper la uniformidad cromática. Una lección de originalidad y diseño en un contexto estereotipado.
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